Me acuerdo de X el día antes de Sant Jordi. No sé especialmente por qué, pero deduzco que se debe a las pérdidas que me regala este año (las pasadas y las futuras). Las pérdidas me hacen pensar en mi mecenas. La diada de este año es distinta: la paso en el Instituto Italiano, rodeada de compañer@s, escritores italianos y "spumante". Al terminar la jornada, nos dirigimos hacia Gracia en busca de tesoros italianos. No aguanto mucho: el agotamiento puede conmigo y los dejo allí, apretados en esa minúscula librería que lleva alguien apasionada por la literatura. Desciendo por Diagonal y hago una llamada rápida. Decido no quedarme más tiempo entre la marabunta. Siempre me ocurre lo mismo: el entusiasmo de primera hora, ese en el que se observan los preliminares de la gran locura que es Sant Jordi, pierde fuelle mientras va llegando el reguero irrefrenable de gente que inunda las calles. A punto de irme hacia el metro, me detengo en un par de puestos: la vista se me va hacia el puestecillo del centro espírita, pero no se detiene ahí, sino justo al lado, a una mesa repleta de libros de segunda mano. Ahí reconozco historias que llevo largo tiempo buscando. Interrumpo el almuerzo del amable chico que me atiende. Me llevo a casa un cuantioso botín. Después de todo, el día no ha sido tan distinto. Como otros años, la "diada" me ha deparado (agradables) sorpresas y regalos. Estoy segura que mi mecenas habrá tenido algo que ver.
Me acuerdo de X el día antes de Sant Jordi. No sé especialmente por qué, pero deduzco que se debe a las pérdidas que me regala este año (las pasadas y las futuras). Las pérdidas me hacen pensar en mi mecenas. La diada de este año es distinta: la paso en el Instituto Italiano, rodeada de compañer@s, escritores italianos y "spumante". Al terminar la jornada, nos dirigimos hacia Gracia en busca de tesoros italianos. No aguanto mucho: el agotamiento puede conmigo y los dejo allí, apretados en esa minúscula librería que lleva alguien apasionada por la literatura. Desciendo por Diagonal y hago una llamada rápida. Decido no quedarme más tiempo entre la marabunta. Siempre me ocurre lo mismo: el entusiasmo de primera hora, ese en el que se observan los preliminares de la gran locura que es Sant Jordi, pierde fuelle mientras va llegando el reguero irrefrenable de gente que inunda las calles. A punto de irme hacia el metro, me detengo en un par de puestos: la vista se me va hacia el puestecillo del centro espírita, pero no se detiene ahí, sino justo al lado, a una mesa repleta de libros de segunda mano. Ahí reconozco historias que llevo largo tiempo buscando. Interrumpo el almuerzo del amable chico que me atiende. Me llevo a casa un cuantioso botín. Después de todo, el día no ha sido tan distinto. Como otros años, la "diada" me ha deparado (agradables) sorpresas y regalos. Estoy segura que mi mecenas habrá tenido algo que ver.
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