Después de un largo e infructuoso camino siempre me queda una sensación extraña. Pero lo malo, o lo bueno, es haberlo sabido ya desde un buen principio. Una anda más preparada. La decepción no tiene cabida.
Ayer, mientras me dirigía hacia el final (o casi) de un largo trayecto, hacia un anunciado fracaso pensaba en los inicios. En concreto pensaba en las personas con las que me había encontrado, en las personas con las que aún sigo en contacto e incluso también me acordaba de aquellas que han ‘desaparecido’. Recordé charlas, nervios e historias personales. Me acordé de una mamá reciente y de cuando me contaba que quería serlo. Me acordé de quien nos daba ánimos y ayer no se vio con fuerzas con acudir al final del camino, probablemente desanimado por su difícil situación personal. Me acordé así de nombres e historias, en definitiva. Incluso me reencontré con algunos en persona. Y solo por eso creo que ha valido la pena este fracaso que, sin duda, repetiré en el futuro.
Creo que empiezo a convertirme en una gran defensora de los fracasos, del hecho de volver a vivirlo todo de nuevo, de saber tropezar las veces que haga falta. Y es que últimamente los fracasos siempre esconden grandes pequeños éxitos y con eso me quedo…
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