(Ilustración extraída de aquí)
Mi amiga me cuenta que cree que su hijo le ha salido artista. Montones de lápices de colores inundan permanentemente las habitaciones y su comedor. La desgracia de conocer a alguien que tiene un establecimiento de pinturas ha hecho que su niño tenga a su disposición decenas de lápices de colores y todo un arsenal de pinturas acrílicas.
Cuando no tiene a su hijo a la vista, mi amiga tiembla. No sabe si estará tranquilamente en su cuarto coloreando o tal vez marcando con sus agresivos dedos cualquier pared cercana. Mi amiga está preocupada. Al principio, le hacía gracia la cosa, incluso sentía cierto orgullo de madre, pero ahora me dice que lo del niño es un poco obsesión y no sabe si llevarlo a un psicólogo.
Como siempre, no sé qué decirle. He visto al niño, he intercambiado pocas palabras con él y la verdad es que la cosa no tiene buena pinta. Es un niño imaginativo, preguntón y más bien solitario. A veces incluso se me ha quedado mirando fijamente como perdido para volver repentinamente a lo suyo: al papel, a la hoja en blanco, a su felicidad coloreada.
Algunas veces incluso, después de alguna cena con mi amiga (el padre no está en esta película), me lo he quedado observando de reojo y he visto en él algo vagamente reconocible, algo familiar, algo de lo que no sé si alegrarme por mi amiga o por el contrario compadecerla...
En ese instante, he sentido ganas de decirle algo a mi amiga, de advertirla, no sé muy bien cómo llamarlo... Pero hasta ahora me lo he callado. No quiero asustarla ni tampoco emocionarla. No quiero alterarla. Así que mi boca sigue cerrada. Tras el café, cuando el niño ya se ha ido a su cuarto, le digo que no se preocupe, que son tonterías de niños. Le miento y le digo que ya se le pasará...
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