Amores de cine


Imagen y música acompañante robadas de este fantástico blog: La ruta americana

Relato escrito por Santiago Segura, incluido en la Antología Cuentos sin Cámara

"Amores de cine"

Era una niña rubia muy guapa, estaba sentada a mi lado, estaba llorando. En la pantalla, la escena en la que parece que baloo ha muerto; era la cuarta vez que conseguía que mi abuela me llevase a ver El Libro de La Selva. Las dos primeras veces yo también había llorado en ese punto. No podía soportar aquellos lagrimones de aquella niña rubia. Sus ojos enrojecidos la hacían más guapa todavía. Roce su brazo con mi mano y le dije “Es mentira, está vivo”. Me miró como asustada, como despertándose de un sueño, no dijo nada. Volvió a concentrarse en lo que quedaba de película y esquivo mi mirada hasta que salimos. Me sentí idiota. Nunca más he vuelto a verla.


En el cine club del instituto proyectaban cada semana una película. Solían ser en blanco y negro, imagino que serian las más baratas de alquilar. Estaban llenas de cortes y rayas. Además la proyección era terrible, siempre desenfocada. Al menos eso pensaba yo. Mientras exhibían Los Hermanos Marx En El Oeste, cabreado y en un ataque de indignación grité: “¡Foco!”. Nadie secundó mi grito y tos tipos de la fila de adelante se volvieron y me miraron con odio. Una chica delgada con la cara llena de pecas que estaba sentada a mi derecha se reclinó sobre la butaca libre que nos separaba y con la sonrisa más brillante que yo haya visto en una sala oscura me dijo: “Ponte esto un momento”, mientras me pasaba sus gafas. Pensé que era un chiste malo, pero con sus gafas sobre mi nariz vi a Groucho, a Harpo y a la bocina de Harpo con una nitidez que me hizo sentir una gran vergüenza. Sandra tenía los dientes blancos, la voz dulce y las muñecas y los tobillos muy finos. Vimos juntos Historias de filadelfia, Festival de laurel y Hardy, El sueño eterno y los 400 golpes. Los exámenes finales, la miopía que los Hermanos Marx con su ayuda me habían descubierto y el verano me hicieron perder su pista; nunca más he vuelto a verla.


Vivía en Nueva York. Se llamaba Michelle, como la canción de Los Beatles. a ella le gustaban las canciones de John Denver y a mí me gustaba ella. Como a los dos nos gustaba el cine quedamos para ver un programa doble de Woody Allen. Manhattan y Annie Hall. Llovía mucho y llegamos muy tarde, y no soporto perderme los títulos de crédito de las películas. Pero al lado de Michelle hasta la amputación de varios dedos de mi pie hubiera sido una perspectiva agradable. Además, como era una sesión continua podríamos ver luego el principio. El caso es que luego no vimos cómo empezaba Manhattan y ni siquiera cómo terminaba Annie Hall. A los cuarenta minutos de proyección percibimos un humo blanco reptando por el suelo de la sala. Pararon la película encendieron las luces y un tipo nos notificó que el cine se estaba quemando. El público (no llegaría a la docena) salió ordenadamente, y yo incluso me permití reclamar el dinero de las entradas, el encargado amablemente se disculpó y nos dio un vale para otro día. Ya fuera, Michelle, y yo nos miramos y no pudimos contener la risa. Aquello había sucedido aunque pareciera un extraño sueño. Seguía lloviendo y corrimos calle abajo mientras a lo lejos sonaba la sirena de un camión de bomberos. Entramos en un restaurante muy romántico e increíblemente caro y brindamos por todo. A la salida robamos un paraguas y paseamos hasta entrada la madrugada. El pavimento brillaba, las copas de los arboles brillaban, el rostro de Michelle brillaba, de hecho todo parecía brillar bajo la lluvia. Bajo la lluvia, bajo el paraguas y bajo el efecto del alcohol bese los labios entreabiertos de Michelle; sentí que en ese momento era muy feliz. A los pocos días regrese a España. Todavía conservo en mi cartera el vale de ese cine quemado. A Michelle nunca he vuelto a verla.

Se llamaba Cristina. Me volvía loco. Era impulsiva. Era caliente y lasciva. Era Voluptuosa, era inquieta y divertida. Era perfecta. Quedábamos los fines de semana. Quedábamos entre semana. Quedábamos cuando podíamos. Un martes veraniego entramos en un cine nuevo. Tenía seis salas. Yo quería que ella viera Diner de Barry Levinson. Yo ya la había visto. Olía a ambientador y la moqueta azul parecía recién puesta, la sala estaba completamente vacía. A los diez minutos nuestros cuerpos se buscaban retorcidos sobre las butacas. Seguíamos estando solos. Cristina dejó de besarme, me miró con una media sonrisa que presagiaba peligro y me dijo: “¿Follamos?”. Como un imbécil pregunté: “¿Aquí?” y ella con una sonrisa ya totalmente abierta que presagiaba desastre absoluto contestó: “No, hombre, qué incómodo… ¡Ven!”, cogiéndome de la mano. Recorrimos el pasillo y justo entre la pantalla y la primera fila Cristina se empezó a desnudar. Había oído hablar e gente que folla en cabinas telefónicas, en autocares o en la vía del tren cuando éste está a punto de pasar. No era algo que me hubiera planteado: la excitación por el riesgo a ser descubierto, los lugares exóticos, no me provocaban demasiado. A juzgar por la contundencia de mi erección estaba equivocado. Fue sencillamente glorioso. Sudorosos y agotados salimos de allí. Al ver que tampoco parecía haber nadie fuera nos colamos en otra sala y vimos la bella durmiente mientras recuperábamos el resuello y nos seguíamos metiendo mano. Cada vez me gustaba más el cine… y Cristina.
Fueron dos años increíbles. Aún hoy me excita el olor a palomitas. Creo que Cristina está viviendo con un hindú. En la India, estoy seguro. No he vuelto a verla.

No sé cómo se llamaba. Nunca me lo dijo… O quizá sí. Estaban a punto de tirar ese viejo cine. Probablemente levantarían unos grandes almacenes, una sala de bodas, bautizos y comuniones, una sucursal bancaria, un bingo… Qué más da. No sé por qué me metí allí, era desastroso. Habían programado una semana de cine español y me apeteció volver a ver El año de las luces. Pero cuando entré estaban dando Estoy en crisis de Fernando Colomo. José sacristán me deprimía profundamente. Me entretuve mirando las sombras que se sentaban y levantaban en la penumbra. Una de esas sombras se colocó a mi lado. Era una chica con una extraña belleza. Su mano empezó a recorrer mi muslo con una inusitada parsimonia y delicadeza hasta acabar en mi bragueta. No pude ni supe, no quise moverme, atónito como estaba, esa mano empezó a jugar con mi miembro certeramente. Cerré los ojos. “Por dos mil pelas te le acabo”, dijo una voz perteneciente a la extraña belleza. No me gusta la prostitución, pero me gustaba esa mano. Le di las dos mil pesetas. En la calle rectifiqué: no era una belleza extraña. Era una belleza triste. La profundidad de sus ojos verdes daba cierto vértigo. No tenia casa. Ni amigos. Ni dinero, y probablemente estaría enganchada a una droga o a varias. La llevé a mi casa a dormir, le di de cenar. Hicimos el amor con inusitado apasionamiento. Me parecía todo muy cinematográfico. Cuando me desperté por la mañana había desparecido (junto a algunos objetos de valor) y no he vuelto a verla.

El libro de la selva, Los hermanos Marx en el oeste, Historias de filadelfia, El sueño eterno, Los 400 golpes, Manhattan, Annie Hall, Diner, la bella durmiente, El años d las luces… si he vuelto a verlas. De hecho las tengo en video.
Pero no es lo mismo.


Elmore James

Comentarios

Sr.Sömmer ha dicho que…
En El Desván nos gusta mucho casi todo lo que publicas...
Nos hemos vuelto fans de tus entradas.
syl ha dicho que…
Gracias! Me voy a pasar por el vuestro! :)