A quienes aún no conozcan la adaptación cinematográfica dirigida por John Ford de la novela de Steinbeck (o a quienes simplemente no hayan visto nada de Ford), no hay mejor peli por la que empezar que ésta.
La odisea de los Joad, familia de jornaleros, que deben emigrar desde Oklhahoma a California, en medio de dolor y polvo es uno de esos clásicos del cine que merece la pena recuperar...
Comentarios
Es un trabajo de lo más interesante! a ti te encantaria. cuando está acabada y colgada ya os diré dónde se puede consultar!
;-)
Esta película es todo un ejemplo de adaptación literario, deberían aprender todos aquellos que van destrozando historias ajenas. En la película está el libro, la odisea de los campesinos, los coches humildes, nosotros somos el pueblo… Y, además, uno siente que esta película, esta historia, es de John Ford, está su mundo ahí dentro, la familia, la lucha, los desheredados, el continuo errar. Incluso cambiando el final de la novela conserva todo su poderío. Lo dicho, inolvidable.
Te dejo un fantástico artículo de Fernando Marías
Uvas de la misma ira
FERNANDO MARÍAS
Ayer vi de nuevo 'Las uvas de la ira', la gran película dirigida en 1940 por John Ford, y siento la necesidad de referirme a una de sus secuencias, brevísima y de importancia aparentemente nimia.
Antes, para quien no lo sepa, diré que 'Las uvas de la ira' es la mejor novela de John Steinbeck, un escritor típico de la 'generación perdida' norteamericana: de familia acomodada que acabó en la ruina, izquierdista radical por convicción, vividor y alcohólico, guionista de cine -escribió 'Viva Zapata', de Elia Kazan- y ganador del premio Nobel, Steinbeck se mostró siempre comprometido con la realidad social de su país, aunque fuera a la vez capaz de novelar a su manera la historia del rey Arturo o de escribir historias de aventuras. 'Las uvas de la ira' narra la odisea de la familia Joad, campesinos arruinados por la Gran Depresión y obligados a emigrar en busca de trabajo, cualquier trabajo, para comer. La novela relata la salvaje explotación capitalista de aquella época terrible de Estados Unidos, en que los empresarios agrícolas esclavizaban literalmente a los campesinos hambrientos, encadenados por la desesperación de buscar un plato de comida para sus hijos. Pero la novela cuenta también el surgimiento de los movimientos izquierdistas norteamericanos -esos mismos que tanto obsesionarían en la década siguiente a McCarthy y compañía- y, sobre todo, cuenta por qué esos movimientos eran, y siguen siendo, justos, inevitables y urgentes. 'Las uvas de la ira' contiene, además, el final más conmovedor -y radical- de la historia de la literatura universal: en el interminable periplo a bordo de su vieja camioneta, los Joad llegan a un granero abandonado, donde encuentran a un anciano vagabundo que agoniza de hambre. La resuelta Rose Joad, que acaba de parir a su primer hijo, se arrodilla junto al anciano, y una vez los demás miembros de la familia, entendiendo lo que se dispone a hacer, han salido del cobertizo, lo alimenta amamantándolo. Solidaridad tierna y furiosa, como debe ser la solidaridad.
«Los labios de Rose se movieron con delicadeza entre el pelo del hombre. Ella levantó la vista y miró hacia el exterior del granero, y sus labios se juntaron y dibujaron una sonrisa misteriosa». Esta es la última frase de 'Las uvas de la ira', en mi humilde opinión la mejor novela del siglo XX, con permiso de Truman Capote y su 'A sangre fría'.
Naturalmente, John Ford no pudo incluir este explosivo y explícito final en su película. La adaptación fílmica terminaba con un monólogo de la maravillosa Jane Darwell, que interpretó a 'Ma' Joad. «No podrán derrotarnos -dice-. Porque somos el pueblo». Menos explosivo que el original literario, pero aún así la censura de nuestro país se sintió llamada a actuar, y en la versión española Darwell dice: «No podrán derrotarnos porque somos la gente». ¿Lo captan?
A pesar de esas claudicaciones impuestas por la mojigatería de la época y de la sumisa industria, John Ford realizó -con la complicidad de la mirada única de Henry Fonda, en la que imperceptiblemente va madurando la ira lúcida a la que alude el título- una de sus obras maestras. Viéndola, uno se pregunta cómo es posible que Ford siga teniendo el sambenito de carcamal de la extrema derecha yanqui. Porque 'Las uvas de la ira' resulta tan incontestable, tan didáctica, tan obscenamente 'roja' -recuperar aquí esta palabra tiene enorme sentido- que las buenas personas de derechas que la ven se sienten incómodas; y las menos buenas, suponiendo que osaran verla, directamente ofendidas.
Pero vayamos ahora a la secuencia de importancia aparentemente menor.
Tiene lugar en el minuto cincuenta y cuatro de la película, por si alguien quiere revisarla. Para entonces, los espectadores ya hemos tenido tiempo de conocer a la arruinada, paupérrima y unida familia Joad gracias a esa ternura con la que Ford sabía dar vida a sus personajes. Para entonces, gracias a él, amamos a los estupefactos y aterrados campesinos, indefensos a bordo de la vieja camioneta llena de enseres viejos y sucios como ellos mismos. Para entonces, gracias a Ford, sentimos que nosotros 'somos' los Joad.
La camioneta, entonces, se detiene a repostar en una gasolinera, y cuando vuelve de nuevo al camino la cámara se queda un momento con los dos empleados del surtidor, ataviados con sus impecables camisas y gorras blancas y su pajarita negra. No son dos malvados. No son dos explotadores. Solo son dos hombres normales, probablemente dichosos por conservar su puesto de trabajo en tan terrible época. Uno de ellos, mientras ve alejarse a la camioneta, reflexiona en voz alta a la vez que acepta el chicle que le ofrece su compañero:
-Esa gente ni siente ni padece -sentencia-. No son humanos. Si lo fueran no podrían vivir así. No se resignarían a ser tan miserables.
-No habrán conocido nada mejor -concluye el otro.
Y los dos permanecen con la vista fija en la carretera, ceñudos porque acaso intuyen que algún día podrían verse en el lugar de los miserables.
Fundido a negro.
Esta vez me ha parecido que Ford y Steinbeck buscaban que nosotros, los tranquilos espectadores del primer mundo, sintiéramos que no somos los Joad, sino esos empleados de gasolinera que, momentáneamente a salvo de la desesperación, mastican chicle con sus camisas almidonadas, y observan a los desdichados que pasan un instante por su lado antes de perderse en la lejanía.
Desagradable noticia para nuestro ego: la cara y la mirada de Henry Fonda no son las nuestras. La cara de Henry Fonda, y sobre todo su mirada, son las del infeliz aterrorizado a bordo de la patera o la del 'sin papeles' que pulula por nuestras ciudades. La frase bonita 'Todos somos los Joad' carece de sentido, es directamente mentira. Sin embargo, el desenlace exigible de la historia sigue siendo -aunque sepamos que jamás se producirá- el de 'Las uvas de la ira'.
No el de la película, sino el de la novela.