diooo smio! con BOLI!! im-presionante!!! super cool!! ;-))
Anónimo ha dicho que…
Vaya, ahora resulta que todos esos cuadernos de apuntes del insti que tiré a la basura ahora son una obra de arte.....porque apuntes , lo que se dice apuntes, muchos no habían i ezo kieras ono kon el tienpo se ba notando.
Sento ser un amargafestes, pero... l'hiperrealisme sempre m'ha semblat un estil sense ànima. Si, lo del boli està molt be, molta tècnica, però...aish, no hi trobo res especial
Anónimo ha dicho que…
Ok. Estoy de acuerdo el dominio de la técnica no implica un arte creativo íntegro, pero no deja de ser sorprendente, que ya es mucho.
Supersonic-Man
Anónimo ha dicho que…
Pues a mi si me parece "creación"! vamos! si "crear" este efecto con sus manitas y un boli no es crear...digo!!
Anónimo ha dicho que…
Y lo és Ana, de hecho el arte se puede diseccionar en creatividad, sensibilidad e intuición y no necesariamente en las tres, por eso comento lo de la integridad de dicha obra........luego te puedes encontrar en una exposición de Arco un botijo colgado de una percha y posiblemente sea arte, pero bueno para eso está la percepción y los artistas y yo te puedo asegurar que no lo soy, por lo menos íntegro.
Bueno, para mi es reproducir, no crear...y reproduce muy bien la realidad, pero no le da algo más de lo que ya es, no veo su visión personal...y si, ya se que es muy impopular lo que estoy diciendo...pero este tio técnicamente es tan bueno que le tendríamos que exigir que vaya más allá!
bueno... para mí es interesante por el uso de un medio cotidiano (boli) para crear...y eso liga con el objeto de sus cuadros: escenas cotidianas, íntimas, ´la idea un poco de lo del 'día a día' tb puede ser arte y puede hacerse arte con cualquier objeto/elemento, para mí ese aspecto es el artístico (no el hiperrealismo técnico en sí que tb está bien pero...)... en fin, me parece curioso al menos :)
pd: sergi, la s. t'ha respost el comentari d'expiación :) per si no l'has llegit...jeje (semblo una moderadora de llista :))
Es evident que les escenes quotidianes es poden convertir en art, la història de l'art en va plena, no és això el que em deixa indiferent, sino el fet que l'hiperrealisme no em suggereix més que mirar una fotografia, el trobo fred...però be, seguiu disfrutant-lo ;)... comentari d'expiación, jajaja, ara ho miro
Anónimo ha dicho que…
Juan Francisco Casas por Javier Rubio Nomblot (crítico de arte ABC)
La pregunta no es nueva pero, a medida que la noción de simulacro se propaga –con Baudrillard, en forma de sospecha, susurro o breve estremecimiento; desde Matrix, como shock plausible-, es inevitable que adquiera cierto carácter obsesivo: ¿qué vemos realmente? Y ni siquiera la heterodoxia crítica, que parece elidirla a fuer de sustituirla por apelaciones más o menos controvertidas a la subjetividad de la experiencia, garantiza que se obtenga respuesta alguna, aunque tampoco debería imposibilitarlo. Así, podríamos empezar preguntando, más bien: ¿qué es deambular?, que es lo que en estos mismos momentos debe estar haciendo Juan Francisco Casas, por Berlín según me cuenta, a la caza de más y más jóvenes ebrios –de carreras extremas y choques de dureza variable, en este caso- e irreverentes –por razones que hoy se me escapan- o, más bien, de algo, una imagen, sea lo que sea lo que esto signifique, que se añadirá a su relativamente larga serie de visiones insensatas; o sea, absurdas o desprovistas de sentido, chocantes en muchas ocasiones y esto, precisamente, porque cuanto se ve en ellas, claro está, no responde a nada, no contesta, ni es tampoco pregunta de ninguna clase, ni aclara nada; y si no aclara ¿es porque hay algo que queríamos saber y que seguimos ignorando una vez hemos mirado o, más bien, porque hemos perdido la facultad de preguntar o, tal vez, porque todas las preguntas se han convertido en sal sosa? Es decir: que no sabríamos muy bien lo que queremos saber, ni lo que sabemos ver. Deambule pues cada cual, rondándole en la cabeza alguna idea aunque en la era de la vitalidad experimental gozosa –una coherente reacción, por lo demás, contra el aburrido nihilismo moderno- preguntar sea sólo un hábito adquirido y pasablemente incordiante: un cronista flâneur, aquella tarde, recala en la sugerente exposición de Matt Siber, fotógrafo que elimina hábil y minuciosamente de sus imágenes todas las letras que aparecen y las coloca sobre un plano aparte, resultando un paisaje –siempre urbano, claro está- sin ruido de fondo, sorprendentemente acogedor y agradable. Se hace el silencio, al fin (pocas veces se ha creado tanto apaciguamiento y se ha identificado con tanta precisión, elegancia y economía de medios, la fuente del ruido, de ese runrun constante y enloquecedor que satura las urbes); el estruendo de los motores y, también, la omnipresencia de las imágenes, habían ocultado una insidiosa sobredosis de letras: estoy seguro de que hasta entonces, nunca las había visto; sólo las había leído (lo cual demuestra de nuevo que la sustracción es la operación reposmoderna mágica por excelencia: nadie repara en nada, hasta que la cosa desaparece, como el petróleo o la esposa). Demuéstrase así que, mientras paseamos, algo vemos; y esa toma de conciencia permite ahora que la pintura, incluso una pintura centrada en el bullicio, el jolgorio, la juvenil algarabía, como la de Juan Francisco Casas, vuelva a ser un espacio para el total silencio; o sea, para el aprendizaje de la contemplación. Un trabajo que, como el de Siber, se relaciona arbitrariamente desde un punto de vista formal con cierto fotorrealismo que, por el simple hecho de serlo –de ser pintura, se entiende, aunque digital en este segundo caso- ya reivindica sus cualidades transformadoras / humanizadoras / subjetivas frente a una objetividad fotográfica que, bien mirado –o no-, tampoco es tal y que, conceptualmente, remite a otro de los artistas a los que cita JFC: Wolfgang Tillmans, quien recicla imágenes –tomadas por ejemplo de revistas de moda- para construir espacios aptos para una óptima –no desvirtuada o simulada- relación humana: zonas utópicas pero asequibles, lugares acogedores en los que será posible una mejor comprensión de los silencios del Otro. El Otro es parte de la ecuación y, si me apuran, su variable principal (porque la cámara que lo enfoca, o sea el artista, se nos aparece más como un punto fijo, o un elemento neutro, y el resultado de la combinación de ambos factores, sea este la obra o algo más, es del dominio de lo inefable, por definición. Y he de suponer entonces que, si yo viera realmente los cuadros de JFC., me encontraría con que todos esos jóvenes haciendo de las suyas que aparecen en ellos no forman una masa compacta (sin ignorar el hecho de que JFC tiende a una llamativa homogeneización); que no dan lugar, como conjunto, a un símbolo de nada (del mismo modo que no nos interrogan sobre nada, ni nos responden), sino que conviene distinguirlos unos de otros pero, una vez más, ni siquiera las metodologías críticas sugestivas basadas en el análisis de la diferencia, la anomalía o el detalle secundario (como la del Norman Bryson de Visión y pintura: la lógica de la mirada, 1983) nos serían de utilidad porque el juego de Casas es precisamente ese: mostrarnos aquello que sólo él puede realmente interpretar (inútil precisar que lo hace pintando de un modo perfectamente neutro a partir de fotografías comunes: la perversidad y la sorna son consustanciales a la práctica neovanguardista y aquí afloran por doquier, ya sea en los grandes formatos “vinculados a la pintura que retrata momentos históricos” y aquí centrados en “momentos mínimos”, ya jugando “con el contraste entre el virtuosismo académico y la [vetada infraplasticidad] del bolígrafo”, como ha confesado él mismo; de ahí que su estética pueda relacionarse, como él sugiere, con el concepto de “falsificación auténtica” de Luc Tuymans, pintor que toma sus temas de películas o pinturas ajenas, y que también emplea colores afeados y sin historia, que devienen metáfora de la degradación y ulterior esterilización de la imagen y, si se quiere, del fracaso de la vanguardia decretado, pongamos por caso, por el historiador marxista T. J. Clark). El Otro tal vez sea JFC –y la gente que nos mira desde sus cuadros-, pero no es Usted (o Yo, si se prefiere así): cuando iniciaba mi visita anual de la Muestra de Arte Joven (en 2002), Jorge Díez corrió hacia mí y me dijo “¡Mira, hay pintura, hay pintura!” (parece ser que por aquel entonces solía deslizar en mis reseñas comentarios hirientes sobre la deriva de la Muestra), conduciéndome directamente hasta los cuadros de JFC, al que no conocía (en honor a la verdad, diré que se impusieron aquellos de forma instantánea y previa a cualquier análisis, cosa que a veces sucede). Sin embargo, la interpretación que de aquellas piezas se ofrecía en el catálogo, a cargo de los comisarios Miren Jaio y Frederic Montornés, me pareció inadmisible: “Hay alguien que se lo está pasando bien y no eres tú, imbécil”, sentenciaban. Comprendo ahora, años más tarde, que esa frase es perfecta y más rica en sugerencias que la mayoría de las obras de Koons y Steinbach (apóstoles de lo que Hal Foster llamó “la escultura de bienes de consumo” no sin antes referirse astutamente a ella como “una especie de escultura” en su clásico El retorno de lo real, 1996; estos, efectivamente, se dedicaron pronto al rentable apostolado de sí mismos emulando al albino autor de La filosofía de Andy Warhol, 1975, quien había escrito que “cierta empresa se ha mostrado recientemente interesada por la compra de mi aura”): no sólo confiesa abiertamente JFC que su vida de artista ha de ser por decreto, en la era de la demistificación mercantilizada (y museable), algo parecido a una perenne orgía (es decir, triturados los huesos de todos los héroes en sus tumbas, una convivencia y connivencia con personajes perfectamente dispuestos a elevar su desinhibición o su insensatez a la categoría de virtudes cardinales y a inmortalizarlas consecuentemente; claro está, hablamos ya del reality show paradigmático, del friqui como neoídolo, modelo o guía en nuestro deambular por la distopía psíquica), sino que nos expulsa de la bacanal relegándonos al papel de mirones imbéciles. “Primero hay un entendimiento entre el personaje de la foto y yo –como autor– y después aparece un juego perverso con el espectador, que es un poco voyeur de la vida sentimental ajena”, ha declarado el artista. ¿El arte, el cuadro como fiesta privada a la que no hemos sido invitados? (probablemente el artista tampoco está realmente invitado a su propia vida sentimental: todo sería, de nuevo, el retrato de una simulación). * Juan Francisco Casas no es en absoluto tan escéptico como aquí se da a entender (recordemos que el capítulo que les dedica Foster a los neo-geo como Halley y los “escultores” como Koons se titula acertadamente El arte de la razón cínica). Si lo fuera, no pintaría; y aún menos realizaría esos “magistrales y especialmente hipnóticos dibujos a bolígrafo que con sus gradaciones de azul trasladan a un mundo entre la paramnesia y el delirio”, en palabras de Abel H. Pozuelo: “Pues tal y como decidí pintar por que sí, en un ejercicio creo que de honestidad (como pienso que debe ser toda labor artística en estos tiempos de imposturas), mi obra trata de lo que conozco y de mi entorno, de mi vida, de lo que me gusta y lo que hago, de amigos, amantes, momentos de absurda cotidianidad, extrañamente comunes, hedonismo doméstico con unos toques de delirio y surrealidad de andar por casa”. El problema de la honestidad es, por tanto, esencial y es precisamente esa ausencia (siempre relativa) de apriorismos la que –adviértase que es esta una opinión personal- garantiza que el proceso de creación discurra por los cauces apropiados y deje espacios para la crítica y la interpretación a posteriori: “lo que conozco, mi entorno, mi vida, lo que me gusta y lo que hago” son una suerte de receptáculo resistente en el que se cuece y se pone a prueba cuanto hay más allá de esos límites. En otras palabras: el que JFC cite El retorno de lo real fosteriano o Contra la interpretación (1966) de Susan Sontag (donde se defiende que la fotografía no es realista sino surrealista al “destruir el significado convencional y crear nuevos significados o contra-significados a través de una yuxtaposición radical”) no significa que su trabajo sea una mera consecuencia ilustrada –o automática- de las teorías estéticas de moda sino que, al contrario, es su propia biografía -la del artista hoy, y especialmente la del pintor culpable de pintar, penúltimo mito- la que es analizada a posteriori por estos autores. Primero, porque el radical cinismo que estos detectan en el arte último es inseparable de unos aspectos mercantiles, industriales o políticos (Warhol, Koons... El pícaro sí está invitado a la fiesta porque es, por definición, el que capta con rapidez las reglas del juego, pero desgraciadamente su versión de la historia es cuando menos deprimente; el personaje del eterno desubicado, el del observador neutro y distante, deja al menos lugar para la esperanza engañosa epimeteica) que no están presentes en el planteamiento conceptual de JFC (al contrario: pese a haber desarrollado un muy abultado e interesante currículum, no es un artista especialmente mediático-escandaloso o cotizado y el único ensayo sobre su obra sigue siendo el de Jaio y Montornés); y segundo porque, como se ha sostenido a menudo, pintar, dibujar o esculpir son actividades que no pueden deslindarse de una cierta destreza (o cierta maestría, a qué negarlo, en el caso de JFC y de algunos otros “realistas” españoles de su generación dedicados también a la glosa de lo traumático o lo abyecto) y, consecuentemente, no se hallan automáticamente al alcance de lo que solemos llamar la literalidad conceptualista (a menudo, son incompatibles con ella: Collingwood sostenía en Los principios del arte, 1938, que es el artesano, y no el artista, el que “sabe lo que quiere hacer antes de hacerlo” y que la emoción no llega a ser hasta que se expresa, por lo que nace con la obra y no antes; y el Cela rotundo y Nobel sentenció que “un libro no se piensa, un libro se escribe”; este se escribe puede incluso usarse como impersonal, cuando se entiende el arte como inspiración o arrebato pasablemente inexplicable). Puesto que la pintura y el dibujo, en este caso, se parodian a sí mismos sin dejar por ello de constituirse en filtros o antídotos contra la impostura (en cierto modo, se derivaría esta más de la critica de la institución o del tardocapitalismo que de la observación, toda vez que esta ha sido desacreditada), conviene tratar de distinguir al pícaro patán, dedicado por ejemplo a realizar copias simplificadas de Koons con gran despliegue propagandístico, del artista, lo cual no es precisamente fácil toda vez que desde hace casi un siglo objetos comunes han sido presentados como obras de arte y catalogados como tales. Colligwood lo fía todo a la individualización y señala que “describir una cosa es decir que es una cosa de tal o cual tipo: situarla dentro de un concepto, clasificarla. La expresión, por el contrario, individualiza. El auténtico artista es una persona que, cuando se enfrenta al problema de tener que expresar determinada emoción (...), no quiere una cosa de determinado tipo, sino una cosa determinada”; y Bloom en El canon occidental, 1994, dice que “todo escritor ambicioso sale a la arena sólo en su propio nombre, y frecuentemente traiciona o reniega de su clase a fin de perseguir sus propios intereses, que se centran completamente en la individuación” (de nuevo, los dos lados del espejo: JFC no pinta el reality televisado, sino el suyo propio, y es así como ambos coinciden en el plano; la senda inversa es la de la impostura y existe o debería existir una diferencia cualitativa entre las obras realizadas de uno u otro modo). No se trataría tanto de volver al todo lo que no es biografía es plagio noventayochista (aunque lo real, precisamente, difícilmente puede deslindarse de lo biográfico) cuanto de certificar que ni La obra de arte en la era de su reproductibilidad técnica (1936) benjaminiana ni el grado cero (1972) barthesiano propugnan que el artista deba prescindir de ciertos mecanismos sin los cuales no existe expresión propiamente dicha ni descubrimiento alguno: sólo catalogación o formulación. Desde esta perspectiva, Warhol no crea arbitrariamente su personaje (cuanto tiene de interesante ha sido construido a posteriori), sino que narra lo que su entorno cosmopolita hace de él –en particular, en singular- y de su obra. “Las imágenes que constituyen mi obra pictórica representan momentos muy puntuales, de manera separada e independiente del contexto en el que se produjeron, desconectándolos así de la narrativa de la sucesión de apariencias posteriores que es la realidad, y que la dota de sentido y significado. Ese contexto desde el que se toman pertenece a una esfera privada y personal y como tal, bajo una mirada diferente de la del protagonista o el autor, se definen como imágenes de una memoria que no es la del espectador y por lo tanto desvinculadas de su significado”, escribe Casas: no vemos porque no entendemos (como sucede con las conversaciones descuartizadas de El ángel exterminador, también citadas por el artista), pero percibimos algo que subyace en la realidad (Casas y Foster, siguiendo a Bataille, prefieren el sub-realismo al sur-realismo, “lo bajo materialista a lo alto idealista”) porque aunque lo real sigue siendo aquello infinito que no se desvela, que se escapa fluyendo siempre sin detenerse, que amplía sus fronteras, revela algo cuando deviene sur o sub real. Y aunque es difícil definir ese algo, esa impresión que causan los cuadros de JFC, podemos ensayar esto: “Uno debe hacerse su propia óptica y entiendo por óptica una visión lógica, es decir, sin nada de absurdo”, dice Cézanne (Merleau-Ponty, su gran crítico, precisará que lo que la técnica de la pintura, que no la fotografía, desvela totalmente es el modo en que el artista percibe el mundo). El modo de pintar –y el de operar con sus modelos y con su cámara- de JFC no tiene, en efecto, nada de absurdo. Lo que él ve realmente –y consecuentemente, nosotros, finalmente invitados a la fiesta- sólo puede existir en el cuadro, puesto que todo lo demás es insensato, mudo e incomprensible: es de nuevo la forma en sí misma de la obra (aquí plena e inteligentemente vaciada de contenido y de sentido) y la labor del artista, lo único que en realidad vemos (y accesoriamente, lo que permite distinguir al arte de su simulación).
Gracias por el artículo :) Otra vez sustituyelo por el link, anon :)
Anónimo ha dicho que…
Espero que el comentario anterior sea suficiente para los que piensan que es arte sin contenido. El que lo lo vea uno no quiere decir que no exista... el arte es un lenguaje, y como tal requiere de un aprendizaje para su completo entendimiento...
Entonces qué pasa ahora con el botijo y la percha?
Supersonic-Man
Anónimo ha dicho que…
Buenas,
Sembla que està agafant molt de resó. Avui surt un anunci al Periodico: http://www.elperiodico.com/default.asp?idpublicacio_PK=46&idioma=CAS&idnoticia_PK=476258&idseccio_PK=1026
Hem recorda a aquelles classes infinites durant l'EGB, on el meu veí de taula es dedicava a procaticar la seva vocació artística en el full dels apunts. En realitat ho feia molt bé, però no tant...
:) Gràcies per l'enllaç (!)...m'has fet recordar que tb jo tenia un artista-veí de taula..de fet, em sembla que tota la filera es dedicava a això: a fer dibuixets que admiràvem entre pausa i pausa...
Deu n'hi do amb el mega-comentari...ara només faltaria que hagués de baixar el cap davant de qualsevol expressió artística només perqué és art, no negaré la seva validesa, simplement és una qüestió de que em remogui per dins, en el moment que no ho fa, per mi deixa de tenir sentit, per molt que sigui ART
Comentarios
super cool!!
;-))
Supersonic-Man
Gracias por el enlace y por pasar por mi blog. Te corresponderé en breve.
Un saludo
Supersonic-Man
Supersonic-Man
pd: sergi, la s. t'ha respost el comentari d'expiación :) per si no l'has llegit...jeje (semblo una moderadora de llista :))
comentari d'expiación, jajaja, ara ho miro
La pregunta no es nueva pero, a medida que la noción de simulacro se propaga –con Baudrillard, en forma de sospecha, susurro o breve estremecimiento; desde Matrix, como shock plausible-, es inevitable que adquiera cierto carácter obsesivo: ¿qué vemos realmente? Y ni siquiera la heterodoxia crítica, que parece elidirla a fuer de sustituirla por apelaciones más o menos controvertidas a la subjetividad de la experiencia, garantiza que se obtenga respuesta alguna, aunque tampoco debería imposibilitarlo. Así, podríamos empezar preguntando, más bien: ¿qué es deambular?, que es lo que en estos mismos momentos debe estar haciendo Juan Francisco Casas, por Berlín según me cuenta, a la caza de más y más jóvenes ebrios –de carreras extremas y choques de dureza variable, en este caso- e irreverentes –por razones que hoy se me escapan- o, más bien, de algo, una imagen, sea lo que sea lo que esto signifique, que se añadirá a su relativamente larga serie de visiones insensatas; o sea, absurdas o desprovistas de sentido, chocantes en muchas ocasiones y esto, precisamente, porque cuanto se ve en ellas, claro está, no responde a nada, no contesta, ni es tampoco pregunta de ninguna clase, ni aclara nada; y si no aclara ¿es porque hay algo que queríamos saber y que seguimos ignorando una vez hemos mirado o, más bien, porque hemos perdido la facultad de preguntar o, tal vez, porque todas las preguntas se han convertido en sal sosa? Es decir: que no sabríamos muy bien lo que queremos saber, ni lo que sabemos ver.
Deambule pues cada cual, rondándole en la cabeza alguna idea aunque en la era de la vitalidad experimental gozosa –una coherente reacción, por lo demás, contra el aburrido nihilismo moderno- preguntar sea sólo un hábito adquirido y pasablemente incordiante: un cronista flâneur, aquella tarde, recala en la sugerente exposición de Matt Siber, fotógrafo que elimina hábil y minuciosamente de sus imágenes todas las letras que aparecen y las coloca sobre un plano aparte, resultando un paisaje –siempre urbano, claro está- sin ruido de fondo, sorprendentemente acogedor y agradable. Se hace el silencio, al fin (pocas veces se ha creado tanto apaciguamiento y se ha identificado con tanta precisión, elegancia y economía de medios, la fuente del ruido, de ese runrun constante y enloquecedor que satura las urbes); el estruendo de los motores y, también, la omnipresencia de las imágenes, habían ocultado una insidiosa sobredosis de letras: estoy seguro de que hasta entonces, nunca las había visto; sólo las había leído (lo cual demuestra de nuevo que la sustracción es la operación reposmoderna mágica por excelencia: nadie repara en nada, hasta que la cosa desaparece, como el petróleo o la esposa).
Demuéstrase así que, mientras paseamos, algo vemos; y esa toma de conciencia permite ahora que la pintura, incluso una pintura centrada en el bullicio, el jolgorio, la juvenil algarabía, como la de Juan Francisco Casas, vuelva a ser un espacio para el total silencio; o sea, para el aprendizaje de la contemplación. Un trabajo que, como el de Siber, se relaciona arbitrariamente desde un punto de vista formal con cierto fotorrealismo que, por el simple hecho de serlo –de ser pintura, se entiende, aunque digital en este segundo caso- ya reivindica sus cualidades transformadoras / humanizadoras / subjetivas frente a una objetividad fotográfica que, bien mirado –o no-, tampoco es tal y que, conceptualmente, remite a otro de los artistas a los que cita JFC: Wolfgang Tillmans, quien recicla imágenes –tomadas por ejemplo de revistas de moda- para construir espacios aptos para una óptima –no desvirtuada o simulada- relación humana: zonas utópicas pero asequibles, lugares acogedores en los que será posible una mejor comprensión de los silencios del Otro.
El Otro es parte de la ecuación y, si me apuran, su variable principal (porque la cámara que lo enfoca, o sea el artista, se nos aparece más como un punto fijo, o un elemento neutro, y el resultado de la combinación de ambos factores, sea este la obra o algo más, es del dominio de lo inefable, por definición. Y he de suponer entonces que, si yo viera realmente los cuadros de JFC., me encontraría con que todos esos jóvenes haciendo de las suyas que aparecen en ellos no forman una masa compacta (sin ignorar el hecho de que JFC tiende a una llamativa homogeneización); que no dan lugar, como conjunto, a un símbolo de nada (del mismo modo que no nos interrogan sobre nada, ni nos responden), sino que conviene distinguirlos unos de otros pero, una vez más, ni siquiera las metodologías críticas sugestivas basadas en el análisis de la diferencia, la anomalía o el detalle secundario (como la del Norman Bryson de Visión y pintura: la lógica de la mirada, 1983) nos serían de utilidad porque el juego de Casas es precisamente ese: mostrarnos aquello que sólo él puede realmente interpretar (inútil precisar que lo hace pintando de un modo perfectamente neutro a partir de fotografías comunes: la perversidad y la sorna son consustanciales a la práctica neovanguardista y aquí afloran por doquier, ya sea en los grandes formatos “vinculados a la pintura que retrata momentos históricos” y aquí centrados en “momentos mínimos”, ya jugando “con el contraste entre el virtuosismo académico y la [vetada infraplasticidad] del bolígrafo”, como ha confesado él mismo; de ahí que su estética pueda relacionarse, como él sugiere, con el concepto de “falsificación auténtica” de Luc Tuymans, pintor que toma sus temas de películas o pinturas ajenas, y que también emplea colores afeados y sin historia, que devienen metáfora de la degradación y ulterior esterilización de la imagen y, si se quiere, del fracaso de la vanguardia decretado, pongamos por caso, por el historiador marxista T. J. Clark).
El Otro tal vez sea JFC –y la gente que nos mira desde sus cuadros-, pero no es Usted (o Yo, si se prefiere así): cuando iniciaba mi visita anual de la Muestra de Arte Joven (en 2002), Jorge Díez corrió hacia mí y me dijo “¡Mira, hay pintura, hay pintura!” (parece ser que por aquel entonces solía deslizar en mis reseñas comentarios hirientes sobre la deriva de la Muestra), conduciéndome directamente hasta los cuadros de JFC, al que no conocía (en honor a la verdad, diré que se impusieron aquellos de forma instantánea y previa a cualquier análisis, cosa que a veces sucede). Sin embargo, la interpretación que de aquellas piezas se ofrecía en el catálogo, a cargo de los comisarios Miren Jaio y Frederic Montornés, me pareció inadmisible: “Hay alguien que se lo está pasando bien y no eres tú, imbécil”, sentenciaban. Comprendo ahora, años más tarde, que esa frase es perfecta y más rica en sugerencias que la mayoría de las obras de Koons y Steinbach (apóstoles de lo que Hal Foster llamó “la escultura de bienes de consumo” no sin antes referirse astutamente a ella como “una especie de escultura” en su clásico El retorno de lo real, 1996; estos, efectivamente, se dedicaron pronto al rentable apostolado de sí mismos emulando al albino autor de La filosofía de Andy Warhol, 1975, quien había escrito que “cierta empresa se ha mostrado recientemente interesada por la compra de mi aura”): no sólo confiesa abiertamente JFC que su vida de artista ha de ser por decreto, en la era de la demistificación mercantilizada (y museable), algo parecido a una perenne orgía (es decir, triturados los huesos de todos los héroes en sus tumbas, una convivencia y connivencia con personajes perfectamente dispuestos a elevar su desinhibición o su insensatez a la categoría de virtudes cardinales y a inmortalizarlas consecuentemente; claro está, hablamos ya del reality show paradigmático, del friqui como neoídolo, modelo o guía en nuestro deambular por la distopía psíquica), sino que nos expulsa de la bacanal relegándonos al papel de mirones imbéciles. “Primero hay un entendimiento entre el personaje de la foto y yo –como autor– y después aparece un juego perverso con el espectador, que es un poco voyeur de la vida sentimental ajena”, ha declarado el artista. ¿El arte, el cuadro como fiesta privada a la que no hemos sido invitados? (probablemente el artista tampoco está realmente invitado a su propia vida sentimental: todo sería, de nuevo, el retrato de una simulación).
*
Juan Francisco Casas no es en absoluto tan escéptico como aquí se da a entender (recordemos que el capítulo que les dedica Foster a los neo-geo como Halley y los “escultores” como Koons se titula acertadamente El arte de la razón cínica). Si lo fuera, no pintaría; y aún menos realizaría esos “magistrales y especialmente hipnóticos dibujos a bolígrafo que con sus gradaciones de azul trasladan a un mundo entre la paramnesia y el delirio”, en palabras de Abel H. Pozuelo: “Pues tal y como decidí pintar por que sí, en un ejercicio creo que de honestidad (como pienso que debe ser toda labor artística en estos tiempos de imposturas), mi obra trata de lo que conozco y de mi entorno, de mi vida, de lo que me gusta y lo que hago, de amigos, amantes, momentos de absurda cotidianidad, extrañamente comunes, hedonismo doméstico con unos toques de delirio y surrealidad de andar por casa”.
El problema de la honestidad es, por tanto, esencial y es precisamente esa ausencia (siempre relativa) de apriorismos la que –adviértase que es esta una opinión personal- garantiza que el proceso de creación discurra por los cauces apropiados y deje espacios para la crítica y la interpretación a posteriori: “lo que conozco, mi entorno, mi vida, lo que me gusta y lo que hago” son una suerte de receptáculo resistente en el que se cuece y se pone a prueba cuanto hay más allá de esos límites. En otras palabras: el que JFC cite El retorno de lo real fosteriano o Contra la interpretación (1966) de Susan Sontag (donde se defiende que la fotografía no es realista sino surrealista al “destruir el significado convencional y crear nuevos significados o contra-significados a través de una yuxtaposición radical”) no significa que su trabajo sea una mera consecuencia ilustrada –o automática- de las teorías estéticas de moda sino que, al contrario, es su propia biografía -la del artista hoy, y especialmente la del pintor culpable de pintar, penúltimo mito- la que es analizada a posteriori por estos autores.
Primero, porque el radical cinismo que estos detectan en el arte último es inseparable de unos aspectos mercantiles, industriales o políticos (Warhol, Koons... El pícaro sí está invitado a la fiesta porque es, por definición, el que capta con rapidez las reglas del juego, pero desgraciadamente su versión de la historia es cuando menos deprimente; el personaje del eterno desubicado, el del observador neutro y distante, deja al menos lugar para la esperanza engañosa epimeteica) que no están presentes en el planteamiento conceptual de JFC (al contrario: pese a haber desarrollado un muy abultado e interesante currículum, no es un artista especialmente mediático-escandaloso o cotizado y el único ensayo sobre su obra sigue siendo el de Jaio y Montornés); y segundo porque, como se ha sostenido a menudo, pintar, dibujar o esculpir son actividades que no pueden deslindarse de una cierta destreza (o cierta maestría, a qué negarlo, en el caso de JFC y de algunos otros “realistas” españoles de su generación dedicados también a la glosa de lo traumático o lo abyecto) y, consecuentemente, no se hallan automáticamente al alcance de lo que solemos llamar la literalidad conceptualista (a menudo, son incompatibles con ella: Collingwood sostenía en Los principios del arte, 1938, que es el artesano, y no el artista, el que “sabe lo que quiere hacer antes de hacerlo” y que la emoción no llega a ser hasta que se expresa, por lo que nace con la obra y no antes; y el Cela rotundo y Nobel sentenció que “un libro no se piensa, un libro se escribe”; este se escribe puede incluso usarse como impersonal, cuando se entiende el arte como inspiración o arrebato pasablemente inexplicable).
Puesto que la pintura y el dibujo, en este caso, se parodian a sí mismos sin dejar por ello de constituirse en filtros o antídotos contra la impostura (en cierto modo, se derivaría esta más de la critica de la institución o del tardocapitalismo que de la observación, toda vez que esta ha sido desacreditada), conviene tratar de distinguir al pícaro patán, dedicado por ejemplo a realizar copias simplificadas de Koons con gran despliegue propagandístico, del artista, lo cual no es precisamente fácil toda vez que desde hace casi un siglo objetos comunes han sido presentados como obras de arte y catalogados como tales. Colligwood lo fía todo a la individualización y señala que “describir una cosa es decir que es una cosa de tal o cual tipo: situarla dentro de un concepto, clasificarla. La expresión, por el contrario, individualiza. El auténtico artista es una persona que, cuando se enfrenta al problema de tener que expresar determinada emoción (...), no quiere una cosa de determinado tipo, sino una cosa determinada”; y Bloom en El canon occidental, 1994, dice que “todo escritor ambicioso sale a la arena sólo en su propio nombre, y frecuentemente traiciona o reniega de su clase a fin de perseguir sus propios intereses, que se centran completamente en la individuación” (de nuevo, los dos lados del espejo: JFC no pinta el reality televisado, sino el suyo propio, y es así como ambos coinciden en el plano; la senda inversa es la de la impostura y existe o debería existir una diferencia cualitativa entre las obras realizadas de uno u otro modo). No se trataría tanto de volver al todo lo que no es biografía es plagio noventayochista (aunque lo real, precisamente, difícilmente puede deslindarse de lo biográfico) cuanto de certificar que ni La obra de arte en la era de su reproductibilidad técnica (1936) benjaminiana ni el grado cero (1972) barthesiano propugnan que el artista deba prescindir de ciertos mecanismos sin los cuales no existe expresión propiamente dicha ni descubrimiento alguno: sólo catalogación o formulación. Desde esta perspectiva, Warhol no crea arbitrariamente su personaje (cuanto tiene de interesante ha sido construido a posteriori), sino que narra lo que su entorno cosmopolita hace de él –en particular, en singular- y de su obra.
“Las imágenes que constituyen mi obra pictórica representan momentos muy puntuales, de manera separada e independiente del contexto en el que se produjeron, desconectándolos así de la narrativa de la sucesión de apariencias posteriores que es la realidad, y que la dota de sentido y significado. Ese contexto desde el que se toman pertenece a una esfera privada y personal y como tal, bajo una mirada diferente de la del protagonista o el autor, se definen como imágenes de una memoria que no es la del espectador y por lo tanto desvinculadas de su significado”, escribe Casas: no vemos porque no entendemos (como sucede con las conversaciones descuartizadas de El ángel exterminador, también citadas por el artista), pero percibimos algo que subyace en la realidad (Casas y Foster, siguiendo a Bataille, prefieren el sub-realismo al sur-realismo, “lo bajo materialista a lo alto idealista”) porque aunque lo real sigue siendo aquello infinito que no se desvela, que se escapa fluyendo siempre sin detenerse, que amplía sus fronteras, revela algo cuando deviene sur o sub real. Y aunque es difícil definir ese algo, esa impresión que causan los cuadros de JFC, podemos ensayar esto: “Uno debe hacerse su propia óptica y entiendo por óptica una visión lógica, es decir, sin nada de absurdo”, dice Cézanne (Merleau-Ponty, su gran crítico, precisará que lo que la técnica de la pintura, que no la fotografía, desvela totalmente es el modo en que el artista percibe el mundo). El modo de pintar –y el de operar con sus modelos y con su cámara- de JFC no tiene, en efecto, nada de absurdo. Lo que él ve realmente –y consecuentemente, nosotros, finalmente invitados a la fiesta- sólo puede existir en el cuadro, puesto que todo lo demás es insensato, mudo e incomprensible: es de nuevo la forma en sí misma de la obra (aquí plena e inteligentemente vaciada de contenido y de sentido) y la labor del artista, lo único que en realidad vemos (y accesoriamente, lo que permite distinguir al arte de su simulación).
Supersonic-Man
Sembla que està agafant molt de resó. Avui surt un anunci al Periodico:
http://www.elperiodico.com/default.asp?idpublicacio_PK=46&idioma=CAS&idnoticia_PK=476258&idseccio_PK=1026
Hem recorda a aquelles classes infinites durant l'EGB, on el meu veí de taula es dedicava a procaticar la seva vocació artística en el full dels apunts.
En realitat ho feia molt bé, però no tant...